Por ejemplo, que un poco de sed se convierta en el desierto del Sahara (
El Sahara).
O que una infancia -con o sin “problemas”- devenga en una enfermedad
en la que aparecen ojos en todo el cuerpo, y hasta en la planta de los
pies, de modo que se pueda verlo todo, hasta el suelo pisado (
El todo y la nada).
I
Con el diurno íbamos a la plaza, nos robábamos besos entre los
árboles, mirábamos hechizados las olitas del lago del Parque del Sur,
como si fueran las del mar, y el mundo empezaba todos los días con
nuestro amor, y terminaba a las ocho de la noche en punto también con
él, despidiéndonos en la puerta de mi casa (
El arte de hacer el amor).
Se sentaba a mi lado y continuábamos la lectura de unos versos
redactados en claves casi musicales sobre algo así como papel de
pentagrama -signos de un idioma tal vez extraterrestre (
Memoria “Ovnis”).
Después que terminábamos el libro, mi novio me miraba a los ojos un
momento, me besaba la mano con unción y remontaba vuelo; salía por una
ventanita que aparecía siempre en el momento preciso.
Baudelaire me cerró de golpe el libro y dijo en
perfecto y argentino castellano: “Vamos, dejá de leer este bodrio, que
así después es lo que escribís… Voy a dictarte los versos más hermosos
del mundo”.
No comprendo cómo aparecieron el papel y la tinta sin que yo
hiciera un solo gesto para conseguirlos, pero en efecto él me dictó el
poema más perfecto de los que yo había leído hasta entonces, inclusive
mejor que cualquiera de los suyos que leía en traducciones diurnas.
Después, sin una mirada, sin besarme la mano, se fue y no vino más.
Para no crear falsa expectativa entre mis amigos, les anticipo que
no podrán tener acceso al material que me dictó: del mundo nocturno al
diurno no puede traspasarse nada, aunque sí puede hacerse lo contrario.
II
Iba por un desierto, con una sed espantosa.
Caminaba sin pausa, porque estaba claro que lo que más deseaba era arribar a alguna parte, pero sufría inexpresablemente.
Lo peor: cada diez o veinte metros había una botella de Coca Cola
helada -sí, no sé cómo la mantenían helada- incrustada en la arena.
Pero ¡sobre cada botella estaba marcado el precio, y yo no llevaba ni
un centavo, había olvidado el monedero! Además, en el mismo cartel y a
modo de publicidad competitiva, rezaba: “No es un espejismo”.
Es inútil contar cómo me revisaba los bolsillos de la túnica blanca
en busca de monedas, mientras repetía: “Pero es imposible… si yo
siempre guardo muchas monedas para el colectivo, no puede ser que ahora
no tenga, ahora que me muero de sed”.
Y no tenía…
Lo curioso es que, en semejante estado -desesperación y
deshidratación- yo no atinaba a cruzar los márgenes del “delito” o el
“pecado” y a tomarme gloriosamente un litro de Coca fría; se ve que en
mi inconmensurable honestidad, prefería morir, cuestión que en la vida
diurna suelo manejar de otra manera.
Por Mora Torres.
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